lunes, 23 de junio de 2008

Tender y entender

o


Cuando el cierre de seguridad hace ¡clic! comienza la función; ya ha acabado el programa de lavado. Entonces, me pongo en funcionamiento.

Abro la compuerta, y del tambor viene la fragancia de las cosas renovadas. Con aprendida soltura, la deposito en una cuba de plástico. Limpia y cansada, la ropa se deja hacer; ha estado dando vueltas mientras era lavada, y ahora la ropa desea descansar, contarse chismes y juguetear tendida en la cuerda. Las camisetas bromean con los calcetines, los pantalones viejos aconsejan a los nuevos cómo evitar las manchas, y la ropa interior se deja galantear por blusas y camisas.

(Ella está tumbada en el sofá, leyendo un zumo de naranja y bebiéndose un libro).

Antes de abrir la ventana de la galería, disimulo mi desnudez de verano con el delantal de tender; es una prenda que me cubre por delante y por detrás, lo justo para que parezca que estoy vestido. Las mujeres que se asoman a la galería me miran con una suerte de admiración indiferente: les gusta ver a un hombre tendiendo siempre la ropa, y además, en delantal. Los hombres que tienden la ropa me observan con envidia; les encantaría estar en mi lugar, pero aún no se atreven a ser felices.


(Me pide unos pistachos. Se los descascaro y se los llevo. Me mira y sabe lo que estoy haciendo; sin decirme nada, sonríe y me da un beso. Luego se enfrasca en la lectura y los pistachos).

Tender es un arte. Has de entender la textura de cada prenda, el lugar dónde puedes ponerle la pinza y estirarla sin daño ni tensión excesiva. Los novatos en estas lides ponen muchas pinzas, los expertos gustamos de poner las exactas, que siempre son pocas.

El orden también importa; primero las más pesadas, luego las más ligeras. Así mismo, es un ejercicio de solidaridad vecinal, ya que si ves una cuerda por debajo de la tuya con ropa seca, esperas a tender la tuya. Por eso mismo, cuando tu ropa está seca, cuando ya ha bailado con el viento hasta hacerse de nuevo merecedora de vestir a tu dama, has de retirarla con prontitud: el aire es de todos.


Hoy he tendido un juego de sábanas, servilletas y ropa blanca, que ahora está blanquísima. Cierro la ventana y me quito el delantal. Vuelvo a estar desnudo y -esta vez sin paréntesis- vuelvo al salón, donde me siento en el sofá. Ella pone los pies sobre mis piernas, y los principio a acariciar, mientras retomo la lectura de un libro y disfruto de otra deliciosa tarde de verano.

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