martes, 15 de julio de 2008

Zapatos divinos

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Señora, Tú la percibiste, mi fascinación ante tus exquisitos zapatos. Y Te declaré mi envidia, acrecentada cuanto más los contemplo, los huelo, los beso, los adoro. Me han transfundido su vida.

Ahora Te la escribo como me mandaste. Hablo por ellos: Espero en el sótano de Tu armario, uno más entre los que, por pares, nos inclinamos encaramados sobre dos barras doradas paralelas, retenidos en la más alta por el tacón. De pronto se abre la puerta y, tras el inicial deslumbramiento, percibo a contraluz Tu figura y casi me caigo al ponerme de puntillas para destacar y ser el par elegido. Enfrente Tus pies descalzos, Tus piernas y el torso, que inclina hacia nosotros el relieve de los pechos y el rostro aún indeciso, cuyos ojos nos recorren con la mirada como el teclado de un piano. Mi nerviosa expectación estalla en júbilo cuando Tu mano me alcanza, me recoge, me transporta hasta Tu calzadora. ¡Qué emoción cuando Tus pies me penetran, se asientan y me poseen, sellando su poder con ligeros toques de afirmación contra el pavimento!

Mi orgullo es tanto como mi placer. Soy el pedestal de Tu estatua, Tu soporte, Tu montura, Tu reposo en tierra. Soy guante de Tus pies adorables, cunita doble para ellos, su protección y adorno. Les ofrezco el mejor cuero, el más flexible, el más digno de envolverlos, de acariciar sin roces, de ceñir sin oprimir, de abrigar sin sofoco. Me ensancho lo justo para la comodidad de la pisada y me repliego para ser sumiso en Tu descanso Sería feliz como cualquier otro de Tus zapatos, incluso el más humilde, pues todos gozan de tanta intimidad, pero tengo la suerte de servir para las grandes ocasiones por mi exclusivo modelo, mi cuero selecto, mi digna negritud y mi poderoso tacón de aguja. Estoy además en la joven madurez de mi vida: lo bastante nuevos aún para exhibirme y lo bastante usados para haberme adaptado a Tu forma y andares y para que mi olor originario –a tapicería de auto recién comprado– esté ya mezclado con el de Tu propia carne.

Por eso me calzas como el paladín viste su armadura; me montas para vencer como mujer. Y yo empiezo por ser Tu heraldo, el que anuncia Tu inminente llegada con las restallantes castañuelas de Tu taconeo. Me yergo para eso como el más altivo, el más amenazador y dominante de los tacones, cuya agresividad me produce dolor por repercutir en el talón de mi plantilla. Soy así repetidamente machacado, soy Tu voluntaria víctima y entonces me concedes el goce de estar sufriendo por Ti, de inmolarme voluntariamente al triunfo de Tu poderío. Me esfuerzo a cada instante por consolidar Tu estabilidad sobre mis agujas y, recibo, junto con mi dolor, a cada pisada, un placer indecible: la vibración de Tu tobillo. Esa leve oscilación que llena de gracia Tu andar imperioso y seductor a la vez; dominante y provocador a un tiempo.

¡Qué irresistiblemente avanzas, envuelta en mi ritmo sonoro!

José Luis Sampedro, "El amante lesbiano".

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