viernes, 1 de agosto de 2008

Entrevista de trabajo

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- Octavo piso.

- Muchas gracias.

Ana entra con paso firme en el ascensor. Pulsa el botón y se despide con una media sonrisa del conserje, que observa admirado su belleza y seguridad. Cuando la puerta acaba de cerrarse, se apoya contra la pared, fatigada. Suspira profundamente.

Es la cuarta entrevista que tiene esta mañana. Tiene los pies cansados, le empieza a doler la cabeza. “Verdaderamente, no hay peor trabajo que buscar trabajo”, se dice, mientras abre la boca y contempla en el espejo sus cinco empastes; se los ha hecho recientemente. Hace un par de meses, cuando no sospechaba que la empresa iba a quebrar.

“Anita, hija, tú al menos eres joven, pero yo no soy nada. A ver adónde voy, con cincuenta y dos años” - le decía el gerente, Julio-, “Demasiado viejo para aprender y demasiado joven para jubilarme”. Sin embargo, Julio ha logrado colocarse; lleva la contabilidad de una cadena de supermercados. Cobra la mitad que antes y curra el doble, pero puede cotizar. Este hecho le ha dado a Ana muchas esperanzas, y se ha lanzado a buscar trabajo con voracidad.

Un timbre le avisa que ha llegado al octavo piso. Avanza por el vestíbulo. Llama a una puerta donde hay un letrero que dice “SELECCIÓN DE PERSONAL”. Nadie le abre ni se dirige a ella. Observa con detenimiento el cartel y encuentra escrito a mano “PASE SIN LLAMAR” Está claro que alguien se ha cansado de abrir y cerrar la puerta; eso indica que dentro ha de haber más personas de la esperadas…

No se equivoca. Entra con decisión, y ve una habitación atestada de mujeres de su edad, quizás haya unas veinte. Ana saluda cortésmente. Nota como la miran, de arriba abajo, y nota en sus miradas más simpatía que rivalidad. Veinte mujeres de veintantos años, llegadas de distintas entrevistas de trabajo, cansadas de competir y ser más guapa y lista que ninguna. Qué se jodan los sociólogos y los sicólogos de empresa. Ella no odia a nadie.

No hay un asiento libre. Los tacones le están matando, así que se apoya contra la pared. Coge una revista y la va hojeando. Con el rabillo del ojo, observa la habitación. Es alargada, con una docena de sillas dispuestas a lo largo de la pared. Varios pósteres enmarcados de lugares exóticos adornan la pared, pintada de azul marino. Al fondo, a la izquierda, la puerta que conduce al despacho de la entrevista.

La puerta se abre y cierra varias veces; por fin, Ana coge asiento. Parece que es la última, detrás de ella no ha venido nadie más. Se muerde los labios; le encantaría fumarse un cigarrillo, pero sabe que no debe. Si al menos pudiera descalzarse…

Pasan las horas. Sólo quedan tres chicas delante de ella. Ana procura distraerse pensando en mil cosas. Ha leído todas las revistas, se ha bebido la botellita de agua mineral que llevaba en el bolso, ha ido dos veces al baño – donde ha encendido dos cigarrillos, les ha dado unas caladas y los ha tirado-, ha viajado por todos los destinos de los pósteres. Por un instante, un sólo momento nada más, cierra los ojos.

Cuando los abre, se encuentra a un joven mirándole con curiosidad. Ana se sobresalta y mira a los lados. No queda nadie en la habitación, a excepción del sonriente joven, que le dice:

- Eres la última.

Ana sonríe. Se siente pegada a la silla. No sabe qué decir; sí sabe qué pensar: “¡Mierda, mierda y mierda!, se dice.

- Es normal – le tranquiliza el joven-, a mí también me pasó una vez. Lo mío fue mucho peor; tú no roncas, pero yo…

Ana se ríe. El joven es atractivo. Lleva unas gafas algo anticuadas, que enmarcan unos ojos verdes oscuros. Viste un sencillo traje de chaqueta azul, camisa blanca y corbata roja. Nota con agrado que tiene unas manos preciosas, bien cuidadas.

- Ven, mientras hacemos la entrevista nos tomaremos un café…
- ¡Uf! – le responde Ana- Será mejor dejarla para otro día, no estoy en condiciones.

El joven le mira, analizándola. Parece que va a decirle algo; al final, se encoge de hombros, y le dice:

- Cómo quieras. Apúntame tu nombre y teléfono.
- Claro… ya me llamarás – le dice Ana, poco convencida.
- Yo siempre llamo.
- ¡Por supuesto! Bueno, adiós y buenos días, tardes o lo que sea, le responde Ana.
- ¿…Cómo te llamas?

Ana se levanta. Siente el pie izquierdo dormido. Mira directamente a los ojos del joven, y le dice:

- Mejor te llamaré yo. Tengo otras ofertas que considerar.

El hombre se queda sorprendido, los ojos muy abiertos. Ana sonríe y satisfecha de sí misma, se gira y emprende el camino hacia el ascensor. Ahora él la mirará, se fijará en su culo, en el vaivén de sus caderas y se quedará prendado. Se volverá loco buscándola, y si no es muy torpe, encontrará su nombre y su currículo. Ha tenido el golpe de suerte que esperaba.

No ha dado cuatro pasos, cuando trastabilla. Soltando un grito, logra agarrarse a una silla. Aún así, se cae. El joven se acerca a atenderla. Le levanta, y le sienta en la silla. Le acerca un vasito de plástico con agua, del que ella bebe unos sorbitos. Ana siente arder el tobillo. Con gesto de preocupación, el joven se agacha ante ella, y le examina el pie.

- Parece que no es nada… Déjame ver, tengo algunas nociones de fisioterapia…

Ana se quita el zapato. Le entrega el pie, colocándolo sobre el muslo de él. Con delicadeza, el joven palpa el tobillo. Recorre con suavidad el empeine del pie; Ana siente un dulce estremecimiento.

- Tienes unas manos muy bonitas, le dice.
- Y tú unos pies preciosos, le responde el joven.

Entonces, ocurre. Se miran la una al otro; una con picardía, el otro con ansiedad. Ceremoniosamente, como quien descorcha un momento de placer embotellado, el joven besa el pie. Ana cierra los ojos y sonríe.

El joven sigue besándole con delicadeza, diríase que pidiéndole permiso. Poco a poco, desciende hasta los dedos, a los que también cubre de besos. En tanto, descalza a Ana del otro pie y comienza a realizar una exquisita maniobra conjunta; mientras besa uno, aplica un suave masaje al otro, desde el tobillo hasta los dedos. A Ana sólo le falta ronronear.

Con cuidado, el joven elige un pie, lo levanta y lo lleva hasta su boca. Ana siente el tacto húmedo y sabio de su lengua recorriendo la planta, despertando terminaciones nerviosas, desterrando toda la tensión acumulada. De los pies de Ana nacen alas, y sus sentidos emprenden el vuelo.

El joven, goloso, lame y relame la planta, chupa los dedos uno por uno… A veces pone la lengua como una flecha y recorre los huecos entre los dedos, otras veces es una alfombra húmeda y suave que se desliza por la planta. De tarde en tarde se detiene, y le presta a sus manos lo que su lengua cuida con tanto mimo; lo que hacen las manos resalta el trabajo de la lengua, lo que hace la lengua hace casi olvidar el trabajo de las manos.

Curiosa, busca más allá de los muslos del joven una respuesta, y encuentra un bulto duro en la entrepierna, rebelde y excitado. Apoya un pie sobre él y divertida, dice:
- Oye, ¿cómo te llamas?
- Roberto.
- Vale, Roberto, pues Ana te pide que te bajes los pantalones.

Roberto obedece y, un poco avergonzado – sin dejar de estar arrodillado, lo que hace el strip-tease un poco cómico- le descubre un sexo de muy buen ver, grande y poderoso. Ana siente un arrollador impulso de poseerlo y, en tanto que Roberto le succiona solícito, ella con el pie libre le da pataditas, lo pisotea e intenta arañarlo. Entre risas, Roberto le revela que el castigo parece gustarle, pues se aplica más aún a su deliciosa labor y su polla se endurece aún más. Parece que fuera a estallar. Pero Ana no desea que acabe tan pronto la función y vierte el vaso de agua en el sexo de Roberto, que gime excitado.

Lejos de doblegarle, el agua parece haber hecho entender a Roberto que ha de proceder con más calma. Su pene sigue erecto y aguanta con descaro las acometidas de Ana; Roberto se muestra más preocupado y dedicado a satisfacerla. Pasan los minutos. La tarde parece llegar a la oficina, los objetos van quedando en penumbra y Ana, por primera vez en su vida, no corre gracias a sus pies, si no que se corre gracias a ellos. Bueno, y también a Roberto.

Exhausta se levanta y acaricia la cabeza de Roberto. Le da un ligero beso en los labios, se incorpora y se deja poner los zapatos. Se levanta y se dirige a la puerta, dejando a Roberto avivadísimo y entregado. Ana sonríe y, con la puerta ya abierta, le dice:

- Bueno, ya me llamarás.

Y sin darle la oportunidad de replicar, cierra la puerta y se va.

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